miércoles, 18 de marzo de 2015

Nazca




                          Enloquecidos por la tormenta, con L trepábamos la montaña de la ética; estábamos a mitad del camino y el viento y la nieve bloqueaban nuestra comunicación y reducían nuestro lenguaje a una especie de clave Morse mal ejecutada o mal comprendida. Estaba encendida la mecha del final de la contienda (mal o bien peleada) que me reportaba como un escalador perdido en el desfiladero de la comprensión humana. Como comunicador, de hecho, era un atolondrado, no podía exponer de forma clara ideas que me parecían tan bellas como la visión de una paloma blanca y gris sobrepuesta delante de dos limones hermanos (brillantes como el sol) colgados de un árbol redondo, plantado (como si fuera una reina) en el centro del antejardín de una casa de la calle Ranquil, en la población La Victoria. Victoria obtenía la incongruencia y la falta de conciencia que hacían de nuestra discusión filosófica un laberinto saturado de fango y ripio, una tierra hostil donde cualquier intento de claridad se interpretaba como una razón sombría e injustificada, donde exponer cualquier punto de vista era un atentado a toda convención, a toda razón de búsqueda. Bien, considero que no es una persona despierta quien no piensa de forma
 fractal, porque el universo no es un memorial incorregible que archiva una multitud de sucesiones certeras, creencia ingenua que nos conduce al mar miserable de las repeticiones que no dejan aprendizaje. El universo es una ruta múltiple que se expande al infinito, igual que la libertad del prójimo. A veces, pienso qué la discusión filosófica puede lograr romper el pogromo y transformarse en una caja abierta a la luz del entendimiento. Corríamos y escalábamos con L y nos arrimábamos a las piedras que muchas veces se deshacían ante nuestros ojos incrédulos. L gritaba y yo no escuchaba, le hacia señas con las manos y me contestaba de la misma manera, pero nadie entendía, nadie sabía de lenguaje alguno, el ethos se había vuelto Babel. Y L me odiaba y me culpaba del ruido y mi boca escupía fuego y su boca (que era un santuario oscuro) solo pudo escupir tres formas negras y pequeñas que se posaron desafiantes en el suelo y no sabíamos si eran pasas o baratas muertas, L las pisaba pero ellas danzaban burlescas y se movían hacia mí; yo me ponía a llorar por que las baratas o las pasas me comían la cara y el dolor era tan grande, que me golpeaba la cabeza contra la muralla. Después de un rato, me daba cuenta que cada cierta cantidad de golpes la muralla se volvía una ventana y cuando lo era mi cabeza se asomaba a otra dimensión donde se podía ver el mar. Me puse a contar los golpes, la ventana se habría cada diez de ellos, así que decidí lanzarme con todo el cuerpo hacia la ventana cuando ésta apareciera. Mi cabeza estaba rota, las baratas comenzaban a meterse por las heridas de mi piel, ocho, nueve, diez, y me lanzaba con todas mis fuerzas al otro lado:  ahí estaba mi padre sentado en una silla de playa a todo sol en medio de la maleza (que nadie saca durante el invierno) en la casa de veraneo, y me miraba y tenía la voz dulce y me decía que los extraterrestres siempre nos estaban mirando, y que la culpa de todo la tenía el lenguaje; porque no era mental, si no literal y gestual, que los símbolos eran todos distintos en nuestras cabezas, y que por eso mismo los acuerdos solo podían lograrse a través de la comunión de las masas, ayudados por el ejercicio de las ideas simples. Decía que se podían lograr avances sorprendentes sacrificando nuestra individualidad y que los extraterrestres habían realizado ese proceso para evolucionar y poder llegar desde Orión, y que no tenían guerras y nadie moría de hambre y no existía literatura, ni arte, ni arquitectura alguna, porque toda relación con el espacio era de carácter mental y lo mas artístico de ellos era el incesante intercambio de sensaciones e imágenes. El cuerpo era innecesario, ergo la materia era relegada a la tangente, sin embargo, los extraterrestres envidiaban nuestra carne, nuestro caos, nuestra diversidad.

         Finalmente caminábamos con L por un llano y me preguntaba si me gustaban los dibujos de Nazca, y yo saltaba de alegría y le decía que los consideraba hermosos, que quería ir un día y pararme sobre ellos y correr por sus trazos como si los estuviera pintando de nuevo.

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